Era
un día gris y frío, típico del invierno. Aún no nevaba, pero solo
era cuestión de tiempo. Alexander acaba de volver a su pequeña
cabaña cargado con una cesta. Estaba situada cerca del bosque, a
pocos kilómetros de la cabaña más próxima. Era un lugar
tranquilo, las casas estaban distantes unas de otras, pero lo
suficientemente cerca, por si alguien necesitaba algo.
El
invierno era largo y duro al pie de las montañas y duraba la mayor
parte del año, pero a cambio durante la primavera y el verano te
daba más de lo que necesitabas. Alexander estaba ya acostumbrado a
las inclemencias del tiempo de aquella zona. Dejo la cesta a en una
mesa junto a la puerta. Estaba repleta de pequeñas setas grises y
verdes. No eran fáciles de encontrar, pero se paga un alto precio
por ellas en el mercado. Mientras se quitaba el pesado manto, de piel
de oso negro, Kai corría hacía él.
-¡Ya
has vuelto! Temía que se te hiciera tarde.
-No
tienes porque preocuparte.- Le contestó su padre mientras le sacudía
el pelo.
Kai
tenía diez años, pelo castaño y ojos grises. Se parecía mucho a
su madre, y había veces que eso partía el corazón de Alexander.
Maia, que había sido la luz que guiaba sus pasos, había muerto
cuando Kai contaba con tan solo dos años. Pero se había resuelto en
no volver a aquellos días en los que había estado tan perdido. Lo
único que le importaba desde entonces era Kai.
Alexander
por su parte, era alto y moreno, y bastante atractivo, pese a
sobrepasar ya los treinta Pero lo que más destacaba de su físico
eran sus ojos. Su ojo izquierdo era violeta y el derecho dorado. Eso
era una marca clara de que era un mago. Y un mago de nivel avanzado.
-
Bueno, creo que es hora de hacer la cena, ¿tienes hambre?
-
Sí, mucha.- Dijo mientras se le iluminaba la cara.
Kai
era un niño amable y cariñoso. Solía ir con él a buscar los
hongos y las setas que luego vendían en el mercado del pueblo.
Aunque más que un pueblo, ya se estaba convirtiendo en una pequeña
ciudad. Calea crecía lentamente, pero a paso firme, igual que Kai.
Alexander intentaba disfrutar de los momentos que pasaba con él, y
lo vigilaba mientras jugaba con los niños de los vecinos. Le había
enseñado todo lo necesario para andar por el bosque, pero aún así,
siempre se sentía algo intranquilo cuando andaba sólo.
Esa
noche parecía una noche cualquiera. Alexander limpiaba las setas
para ir a Calea al día siguiente, mientras nevaba suavemente fuera.
Pero un leve rastro de magia con tintes rojos pasó a su lado. El ojo
dorado podía ver como se movía la magia.
-Alexander.-
Una voz femenina y conocida llegó hasta él, mientras el cuerpo
tomaba forma a sus espaldas. Había aprendido a distinguir la magia
de las diferentes personas, y ese color en concreto, lo reconoció
perfectamente.
-¿Qué
has venido a hacer aquí?- Dijo de un modo tranquilo mientras se
levantaba y ponía las setas en la mesa.
-Alexander,
tienes que volver, y lo sabes. No tienes idea de…
-No.
Ya no.
-Aún
eres uno de los Siete…
-Basta.-
Por un instante volvió a ser aquel líder que venció alguna guerra.
Miró
a la mujer. Esbelta y hermosa, como siempre. El pelo, de un color
rojo fuego lo tenía más largo que la última vez que la vio. Lo
llevaba suelto y le caía sobre los hombros en espesos rizos. Sus
ojos eran de dos colores, el izquierdo rojo sangre, y el derecho
gris, casi blanquecino, y le miraban entre enfadados y suplicantes.
-Alexander,
no puedes escapar de ti mismo. Tú me lo enseñaste. Da igual que te
escondas aquí, en el último rincón del mundo.
-No
lo hago. Simplemente que esas cosas ya no me interesan. Ahora tengo
cosas más importantes.
-Te
necesitamos.-Tras un breve silencio dijo al fin el motivo real de su
visita- Margot ha vuelto.
Ese
nombre les hizo estremecerse a ambos. El mago no dijo nada, pero
comenzó a acariciar el anillo que llevaba en el dedo corazón de su
mano izquierda. Era un anillo de plata con un pequeño ámbar
incrustado. Alexander sabía lo que venía a continuación y no tenía
ganas de oírlo. Se giró hacía la chimenea y clavó su mirada en el
baile hipnótico del fuego.
-¿Ese
es el ejemplo que quieres dar a Kai? ¿O tal vez es que nunca le has
contado la verdad? ¿Qué crees que diría Maia?
Ese
nombre era doloroso para los dos. A la mujer se le atragantó en la
garganta, y Alexander saltó como una trampa para osos.
-No
te atrevas a decir eso. No la nombres.
-¿Dónde
ha quedado tu honor?
-En
su tumba.- Alexander podía perder la razón cuando se trataba de
Maia- Vete. Morgan vete y no vuelvas.
-Si
eso es lo que quieres. Pero Margot busca el Ojo del Dragón. Solo
vine a avisarte.- Dijo Morgan mientras se desvanecía.
Alexander
abrió los ojos de par en par.
Al
día siguiente, Alexander volvió a irse solo al bosque mientras Kai
estaba en casa de los vecinos más próximos. Pero hoy no iba a
buscar setas. Necesitaba centrarse y sopesar bien la información que
Morgan le había dado. Margot había sido su Maestra, suya y de
Morgan. La conocía bien, y aún recordaba como hacía ya más de
quince años los había utilizado para intentar llegar al Ojo del
Dragón. Consiguieron detenerla tras una guerra de demasiados años,
consagrándose así como uno de los Siete Grandes Maestros de la
Magia. Formaban el consejo que debía mantener el orden en la magia.
Casi
todos creían que Margot había muerto en la última batalla. Pero
simplemente estaba escondida hasta poder recuperar las fuerzas. Sólo
los Siete lo sabían, y la buscaron por todos los rincones, hasta que
la encontraron Morgan y él. Aún estaba débil, pero tenía fuerza
suficiente como para matar a una persona sin poderes. Maia.
Margot
había destrozado su mundo. Lanzó una maldición que atravesó
bosques y montañas, hasta alcanzar a su esposa. Su esposa y la
hermana menor de Morgan. Fue entonces cuando, roto de dolor, abandono
el Consejo de los Siete y la gran ciudad de Belaisca y se instaló en
aquel tranquilo bosque, después de ser rescatado de sus propias
sombras. De eso hacía ya siete años.
Suspiró
mientras se sentaba sobre un árbol caído. Nevaba suavemente. Sabía
lo que debía hacer, aunque no era de su agrado. Se había prometido
a sí mismo no volver a involucrase así, pero también sabía que
Kai correría un riesgo demasiado grande si no hacía nada. Puso su
mano en el pecho cerrando los ojos y sintió el latido de su propio
corazón Cuando los abrió, la manada de lobos estaba junto a
él. El líder, un lobo gris algo más grande que el resto le miraba
a través de un solo ojo, dorado como el suyo. Sasha había sido su
compañero durante mucho tiempo, el más fiel y leal. Era su espíritu
protector. El lobo había nacido a la vez, y moriría con él.
-Tengo
que marcharme. Pero tú debes quedarte y cuidar de Kai.
El
lobo emitió un gruñido como negativa.
-Sólo
puedo confiar en ti.
El
lobo clavó su mirada en él. Su ojo penetraba en su mente. Ambos
conocían el secreto que guardaban, y lo que ocurriría si se iba. El
lobo no estaba dispuesto a quedarse en el bosque así como así. Ya
lo había encontrado una vez, perdido y medio loco, y lo había
traído de vuelta.
Alexander
sonrío, pero no estaba dispuesto a cambiar de opinión. No podía
dejar a Kai solo y sin protección estando Margot viva. Esta vez
tenía que acabar con ella para siempre. Y no podría hacerlo si ella
tenía algo con lo que controlarle. Necesitaba que Sasha cuidara de
su hijo. El lobo se sentó y aulló, mientras el mago se desvanecía
poco a poco.
Alexander
se materializó en el Bosque Sagrado. Era un bosque que ocupaba casi
tanto como un reino. Miles de robles milenarios, tan grandes que casi
rozaban el cielo. Algunos tenían tal diámetro que ni veinte hombres
podrían rodear su base. Allí solo tenían permitida la entrada los
brujos. En el centro estaba una pequeña aldea, por llamarla de
alguna manera, dónde vivían las sacerdotisas y sus aprendices. El
mago podía sentir como los árboles se movían a su alrededor. Y se
movían literalmente. Podía ver como algunas ramas se retorcían.
Esperaba
poder hablar con la suma sacerdotisa, Iris. Tal vez ella pudiera
aconsejarle sobre lo que debía hacer. Aunque sabía la respuesta,
necesitaba que alguien se la dijera, oírla de otros labios. E Iris
era la única que sabía toda la verdad, algo que ni siquiera le
contó a Maia.
Tras
la última batalla de la guerra en el volcán Kazán, cuando Margot
encontró al fin el Ojo del Dragón. Lo único que Alexander pudo
hacer fue incrustarlo junto a su corazón. Lo que no sabía era lo
que eso suponía. Fue entonces cuando Iris le dio el anillo que
llevaba, lo único capaz de controlar los poderes del Ojo del Dragón.
Nadie sabía que él tenía el Ojo, ni si quiera Margot. Pero eso era
algo que no tardaría en averiguar.
Sumido
en estos pensamientos, llegó a la Ciudad del Espíritu del Bosque,
hogar de las sacerdotisas. Estaba rodeada por una barrera mágica.
Siempre le agradaba ver aquella barrera multicolor. Le parecía que
estaba viva, ya que los colores se movían, aparecían y desaparecían
en un baile rítmico que le transmitía serenidad. En la entrada le
recibió una joven aprendiza. No llevaba mucho tiempo, ya que sus
ojos aún eran negros, pero uno comenzaba a tener vetas más claras
en el ojo derecho. Iba vestida con la típica túnica de aprendiz.
Corta y de color burdeos. El único adorno que tenía era un cordón
negro a la cintura, y dos broches en los hombros de un metal negro
que solo extraían los enanos de las montañas del este. Ellos lo
solían llamar atsalí, aunque recibía también otros nombres.
-Soy
el Séptimo Maestro de la Magia. Vengo a ver a Iris.
La
joven hizo una reverencia, abrió un hueco en la barrera mágica que
protegía el lugar. Llamó a otro joven aprendiz, de ojos claros, uno
verde y otro azul, para que le guiara hasta el lugar donde estaba
Iris. Cada vez que iba allí, sentía como la paz le inundaba, junto
con un sentimiento de calidez. Había sacerdotisas con vestidos
malvas y violetas, dependiendo del nivel en el que se encontraran. Y
los aprendices también correteaban de un lado a otro. La Ciudad del
Espíritu del Bosque era el lugar más seguro del mundo, pero jamás
acogían a nadie que no estuviera dispuesto a hacer los votos.
Cuando
al fin llegó ante Iris, estaba en el huerto regañando a dos
aprendices. Alexander sonrió. Le recordaba la manera que tenía Maia
de regañar. Se parecían mucho. Ese era uno de los motivos por los
que jamás volvió a visitarla. Llevaba la túnica de Suma
Sacerdotisa, negra con el cordón y los broches plateados. Parecía
una noche estrellada.
Maia
era la menor de las tres hermanas. Morgan e Iris habían nacido en el
mismo parto, pero no se parecían en nada. Iris era alta y con un
pelo más negro que la noche. Sus ojos, según le había contado
Maia, habían sido grises como una tormenta. Pero ya no quedaba
rastro de aquello. Maia había sido fruto de un segundo matrimonio de
su madre, y si se lo hubiera propuesto también hubiera sido una gran
hechicera, pero jamás le intereso lo más mínimo. En cambio, Iris y
Morgan, hijas de uno de los antiguos Siete Maestros, habían sido
apartadas de su madre cuando se volvió a casar, y criadas para ser
grandes entre los grandes. Iris consiguió escaparse y buscar asilo
en la Ciudad Del Espíritu del Bosque. Y Morgan llegó al cuidado de
Margot cuando su padre murió buscando el Ojo del Dragón.
-Has
tardado menos de lo que esperaba- Iris sacó a Alexander de sus
pensamientos.- Sígueme.
Sin
decir palabra, la siguió hasta el pequeño santuario de la ciudad.
Era una pequeña laguna alimentada por un río subterráneo. A su
alrededor crecían infinidad de plantas. Situados a escasos metros
había un pequeño banco de madera. Justo delante, pero en el otro
lado del estanque, había uno igual de piedra blanca. Alexander se
sentó en el de madera, e Iris en el de piedra, tal y como era
tradición. Sus ojos eran ahora negros como el carbón, pero a
diferencia del resto, eran completamente negros, no solo el iris, con
la pupila blanca.
-Sabes
a que he venido. ¿Qué piensas?
-Margot
estuvo aquí hace poco más de un mes. Te diré lo mismo que le dije
a ella. El Ojo del Dragón destruirá aquel que lo use, pero a cambio
te dará un poder inmortal. Al mago no le sorprendió que su maestra
hubiera acudido allí en busca de ayuda.
-Pero
es la única manera de acabar con ella. Si no hago nada, Kai jamás
estará a salvo. El Ojo no desaparecerá conmigo y lo sabes.
-El
Ojo de Dragón es indestructible, por supuesto. No voy a decirte que
es lo que debes hacer, y lo sabes. Si has venido aquí después de
tantos años, es que ya has tomado una decisión. ¿Qué es lo que
realmente quieres decirme?
Alexander
guardó silencio unos minutos, mientras sus ojos navegan por el
estanque. Podía ver remolinos de magia, y las corrientes que
formaban.
-Kai.
Estoy preocupado por él. Lo que va a ser de él.
-Morgan
y Maia dejaron de ser mi familia cuando tome los votos. Debo mi vida
al equilibrio. La Ciudad jamás ha tomado partido. Sólo nos
aseguramos que la magia no se rompa. Ese es nuestro deber. El bien y
el mal son dos caras de una misma moneda, al igual que lo son la vida
y la muerte, y el destino de las personas no nos incumbe.
Alexander
sospechaba que lo mismo le había dicho a Margot no hacía mucho.
Margot quería el Ojo del Dragón para hacer volver a Bron, el padre
de Iris. Resucitar a los muertos era algo que estaba fuera del
alcance de los magos. Alexander sospechaba que Iris podría hacerlo,
pero jamás haría algo así. Alguna vez se le pasó por la cabeza
usar el Ojo para traer a Maia de vuelta, pero sabía que jamás
volvería siendo ella misma.
-Pero-
continuó Iris-, me aseguraré que Kai este bien. Morgan se ocupará
de eso, estoy segura. Y se cumplirá tu deseo de que el niño no sea
iniciado en la magia.
Maia
había sido la dulce niña que limaba las asperezas entre las dos
hermanas mayores. Su madre había abandonado a Bron tras descubrir el
romance que éste tenía con Margot. Pocos años después se volvió
a casar con un rico comerciante. Cuando sus hijas al fin pudieron ser
libres para verla, encontraron a su madre enferma, y a la pequeña
Maia. Una vez murió la mujer, Morgan se hizo cargo de la niña, pese
a que la diferencia de edad era de apenas cuatro años.
Fue
así como la conoció. Y pese a que su relación causó muchos
problemas, nada pudo impedir que se casaran. Alexander lo sintió
mucho por Morgan, que siempre había sentido algo por él, y lo
sabía, pero por su parte solo había el cariño propio de haber
aprendido y luchado juntos. Al final, la hechicera lo aceptó.
Alexander
se levantó para marcharse. Estuvo a punto de preguntarle si sabía
donde estaba Margot, pero sabía que, aunque lo supiera no se lo
diría. Tendría que averiguarlo el mismo.
-Adiós
Iris.
-Bendito
seas, Alexander, Séptimo Maestro de la Magia.
Alexander
tardó dos días en averiguar dónde estaba Margot. Estaba escondida
entre las montañas del norte, en un pequeño bosque en el valle que
había entre las montañas. Había algo de nieve, pero nada en
comparación con el clima que había en su hogar. De pronto, el miedo
y la nostalgia se apodero de él. Sacudió la cabeza para lanzar esos
pensamientos fuera de sí. Tenía muy claro que era lo que debía
hacer, y por quién lo hacía. Había enviado una carta a Morgan para
que se la diera a Kai. Tenía que darse prisa antes de que la bruja
llegara. La conocía demasiado bien como para ignorar que en cuanto
viera la carta no se lanzaría en su persecución.
El
mago siguió un pequeño riachuelo que le adentraba en le valle.
Podía sentir el aura de Margot cada vez más cerca. También sabía
que ella era consciente de su presencia y que le estaba esperando. El
valle cada vez se hacía más escarpado conforme se adentraba en las
montañas, y cada vez había menos árboles Cuando por fin encontró
a la hechicera, estaba de pie sobre unas rocas mirándolo, como
siempre le había mirado. Estaban en un cañón bastante amplio, pero
las paredes se alzaban casi más de cien metros a su alrededor. Una
mezcla de admiración y superioridad que antes le sacaba de sus
casillas. Pero hoy no. Hoy estaba tranquilo. Margot tenía la misma
apariencia que cuando era su maestra. No aparentaba mucha más edad
que él. El pelo rubio trigueño le llegaba casi a los pies. Lo único
distinto eran sus ojos. Había estado acumulando poder. Uno de sus
ojos era blanco por completo, con la pupila negra, y el otro era ya
completamente dorado, con la pupila gris oscuro.
-Alexander,
no esperaba que fueras tú quien viniera. Te creía retirado.
Margot
no obtuvo respuesta. Su antiguo alumno simplemente estaba de pie
mirándola con expresión extraña que aún no había podido
descifrar. - En fin. Aún no me he rendido, y pienso llevar a cabo lo
que Bron no pudo. Y ni tú ni nadie podrá impedírmelo.
Bron…
Siempre ese maldito nombre. El sueño del mago había sido liberar la
magia, tal y como había estado antaño. Volver a los orígenes,
donde los ríos fluían libres, y todo tipo de criaturas corrían
libres por el mundo. Pero aquello había sido un caos, y los magos
habían encerrado la magia en los cauces propicios y controlados. Y
los seres mágicos se habían marchado al otro lado de las montañas
del este, las más altas y que impedían el paso al otro lado. Los
últimos en marcharse fueron los dragones, dejando tras de sí el Ojo
del Dragón.
-Está
bien.-Dijo al fin armándose de todo el valor que pudo encontrar
dentro de sí- Si eso es lo que quieres, aquí tienes el Ojo.
Mientras decía eso, se quitó el anillo. Margot abrió los ojos
aterrorizada al ver lo que pasaba. Vio el Ojo del Dragón en el
interior del mago. Y solo ella vio lo que ocurrió a continuación.
Una
descarga recorrió el cuerpo del mago y comenzó a sentir un dolor
intenso en cada músculo del cuerpo, que cada vez iba creciendo más.
No podía sostenerse y cayó al suelo. De repente, Alexander notó
como empezaba a aumentar de tamaño. La ropa se desgarraba y algo
rompía la piel de su espalda. Observó como su cara también
cambiaba. Un hocico largo y afilado surgía. El terror se apoderó de
él.
Estaba
a punto de perder la cabeza por el sufrimiento que le ocasionaba.
Entonces se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. La piel caía al
suelo en jirones, dejando ver unas escamas negras y brillantes. Su
tamaño iba aumentando, hasta el punto de que el lugar se le hacía
estrecho. Margot cada vez se hacía más pequeña. El dolor casi
nublaba su vista.
Cuando
por fin el dolor cesó. Alexander se había transformado en un dragón
negro de más de tres metros de altura cuando se ponía en pie.
Estaba agotado. Jamás había sentido un dolor tan intenso, y pese a
que la metamorfosis apenas había durado unos minutos, a él se le
había hecho eterna. Intentó abrir las alas cartilaginosas y se dio
cuenta de que casi rozaban con la pared. Debía tener casi veinte
metros de envergadura.
Cayó
sobre las patas delanteras, lo que hizo que el lugar temblara.
Algunas piedras cayeron, y casi aplastaron a Margot, pero eso
Alexander no lo vio. Estaba más atento a lo que él sentía. Tenía
unas inmensas ganas de volar alto y lejos. De probar esas promesas
que le ofrecía esta nueva condición. Dio un bufido y un fuego
violeta salió de su hocico. Los árboles comenzaron a arder, y el
incendió se extendió rápidamente. Pero eso carecía por completo
de importancia.
Entonces
captó que algo se movía, tratando de huir. Era una mujer rubia, que
corría despavorida. Pensó que sería una buena idea probar cuan
veloz era, y de un saltó alcanzó a su presa, que cayó al suelo
cuando el dragón aterrizó.
-¡ALEXANDER!-
Gritó la mujer mientras la boca del enorme saurio se cernía sobre
ella.
“Alexander”.
Le resultaba familiar. “Alexander”. El sabor de la sangre hacía
que esa vocecita que intentaba decirle algo cada vez fuera más
débil. “Papá”. La voz de Kai retumbó en celebro e hizo que
saltara como un resorte.
Había
recuperado su conciencia pero no sabía hasta cuando. A sus pies
estaba el cuerpo de Margot hecho pedazos. No había ningún animal
cerca. Todos habían huido, aunque no sabía bien cuando había
ocurrido eso. Miró hacia arriba y vio algo que volaba hacía él.
Era un águila inmensa, más que ninguna otra. A pesar de que estaba
bastante lejos, sus nuevos ojos pudieron ver la peculiaridad del
águila. Sus ojos eran de distinto color, uno rojo como la sangre y
el otro gris. Era Eryr, el águila de Morgan.
Entonces
lo supo. Tenía que marcharse de allí lo antes posible, antes de
volver a perder la conciencia. Notaba como era un esfuerzo cada vez
mayor pensar con claridad.
Comenzó
a batir las alas. Apenas tenía espacio, pero tenía que irse de
allí, tenía que llegar al otro lado de las montañas del este antes
de perderse por completo. Marcharse con los que se suponía que sería
su nueva familia. La tristeza le invadió por completo al darse
cuenta de que jamás volvería a ver a Kai. Jamás pensó que pudiera
ocurrir eso, que se transformaría en un dragón. Una nueva idea
cruzó por su cabeza como un rayo. Iris, ¿ella sabía que esto iba a
ocurrir? ¿Cómo pudo permitir que esto le pasara?
Cuando
por fin alzó el vuelo, fue mucho más fácil de lo que esperaba. Su
cuerpo era ligero, y totalmente flexible. Su cola, que era tan larga
como él, le ayudaba a mantener el rumbo. Una sensación de libertad
que jamás había sentido comenzó a invadirle, y casi le hizo
olvidar los pensamientos que comenzaban a atormentarle. Sentía un
poder casi ilimitado en su interior. Volvió a bufar, y la llamarada
cruzó el cielo delante de él.
En
una de las piruetas que hizo pudo ver en lo alto de la pared rocosa a
una mujer, que la miraba entre lágrimas. Era Morgan, que tal vez
pudo reconocerle, o simplemente es que estaba asustada. No tenía
tiempo que perder. Alexander comenzó su viaje hacia el este surcando
las nubes, para no regresar jamás y convertirse así en un recuerdo
lejano. Cuando Morgan volvió al Consejo después de sofocar el
fuego, contó como cuando llegó Margot estaba muerta, y llevó como
prueba la cabeza de la mujer, que la había encontrado a pocos
metros del resto del cuerpo, también despedazado. Y lo que más
costó que creyeran fue explicar como vio alejarse a un enorme dragón
negro de ojos dorados. Pero al poco tiempo después empezaron a
surgir cuentos y leyendas en todo el este sobre criaturas míticas,
de las que hacía siglos que no se sabía nada. Según decían,
estaban regresando para reclamar lo que era suyo, y que los magos le
habían robado. El consejo intentó por todos los medios ocultar
esto, ante el temor de que su poder e influencias se vieran
afectados. Pero en el fondo sabían que aquello tendría
consecuencias. Solo esperaban poder retrasarlas lo máximo posible.
Muchos
años después, ya nadie hablaba de aquel dragón negro que había
surcado los cielos aquella noche de luna llena y que pocos vieron, ni
de los extraños aullidos que poblaron el bosque durante días, y que
helaron la sangre de los habitantes de la zona. Poco a poco, se
convirtió en un cuento, que narraban en las frías noches de
invierno frente al fuego. Pero lo que sí ocurrió fue que la gente
del lugar dejó de ir al bosque, ya que el espíritu del lobo se
había encargado de ahuyentar a todo aquel que osara adentrarse en
sus dominios. Los pocos que lo habían visto, y habían podido
regresar, decían que era un lobo más grande que un oso, con un solo
ojo dorado, sin pupila, sin iris.
Sólo
algunas personas podían entrar en el bosque y salir indemnes, era el
buscador de setas y sus hijos. Ellos podían entrar en el bosque sin
tener miedo a los lobos. Sólo Kai iba de vez en cuando a hablar con
el espíritu del Bosque de los Lobos.